No puedo explicar el asco con que recuerdo el recuerdo mismo, asco de unas sucias manos con dedos ennegrecidos y uñas mugrientas, aunque con esto me salvaba el hecho, por primera vez, de que fuera surdo, cualquier guitarrista entenderá el porqué.
Mucho tiempo no pude descifrar que sentía pero por fin lo veo con claridad; no es odio, ni enojo, es asco, frustración, ganas de arrancarme la piel a pedazos, cada centímetro de mi cuerpo que fue tocado por este… no sé bien como llamarlo.
Desde el principio fue molesto, con esa mirada tan inhumana, tan desagradable, irremediable y repugnante. Recuerdo bien aquella “sonrisa” (si he de prostituir el gesto) de estupidez y osadía que deliraba y resonaba en una única cabeza inconsciente de su pequeñez.
Me impresionaba de sobremanera como el lenguaje se podía utilizar de manera tan ruin, tan despreciable. Ninguna palabra de sabiduría salió alguna vez de esa boca, mas si recuerdo tantas historias “impresionadoras” tan poco creíbles como el hecho de que una persona así pudiera “ser músico”. Músico no era, ni será, eso está claro, mas siempre me duele el hecho de haber conocido a alguien que sea tan gran insulto a esta fuerza divina, porque claro, la música es fuerza.
Recuerdo es una palabra que he usado con reiteración y que seguiré utilizando, porque, lastimosamente, recuerdo.
No puedo explicar (ni siquiera a mi misma) como yo sobreviví; sobreviví a un demonio, una pesadilla que se hacía realidad cada día; por las mañanas, por las noches, y si, en la tarde era aún peor.
Llore infinitas veces cuando caminaba paralela a la línea del tren, dos veces por semana para ser exactos. El paisaje era apacible mas mi espíritu en ese momento… mi espíritu, mi ser, mi música, que dentro de mí era eminentemente sublime, se caía a pedazos; mi rostro desfigurado por las lágrimas hacía juego con mis manos y mis pies.
Es cierto, tengo suficiente contenido para escribir un libro (o dos), pero me parece que eso sería darle demasiado mérito a un pedazo de materia (puesto que puedo asegurar que esto no es un ser). Aunque podría aprovecharlo ni siquiera creo que sea merecedor de más de mis palabras, mucho menos de formar parte de una obra o composición de cualquier tipo.
He de admitir que cosas buenas ha dejado, y muchas. El poder saborear con amor el amor mismo, poder escuchar con los ojos cerrados, poder respirar más profundo que antes. Es cierto, una vez que uno ha conocido algo tan miserable es más fácil mirar a los ojos y encontrar lo divino en todo lo demás.
Es incluso cierto que la misma cobardía (prostituyendo el término) de esta conformación de materia sin sentido es lo único que le podría recalcar. Es de valientes desaparecer de un lugar al darse cuenta que su presencia es repudiable, mas es de suertudos hacer esto por cobardía.
sábado, 23 de julio de 2011
jueves, 10 de marzo de 2011
Dos vasos de agua
−Hola, ¿todo en orden? Mirada fija por un segundo que se pierde en la comisura de una sonrisa.
−Todo bien. Pequeño gesto de incomodidad seguido de un paso acelerado.
La tarde caía tan pasivamente como el pulso pausado y casi imperceptible de Elena. Elena, quién era una muchacha de facciones finas, estatura media, y gran tendencia a la moda parisina; caminaba con la mirada baja hacia el antiguo café de la esquina, donde solía pasar horas entreteniéndose con el simple hecho de ver pasar a las personas, todas envueltas en abrigos y bufandas con intención de contrarrestar el frío típico de finales de noviembre, caminando indiferentemente sin detenerse a observar más allá de los siguientes tres metros de su camino.
Los tenues rayos de luz se reflejaban en el amplio ventanal, y afuera se observaba el descontrolado ajetreo de la cuidad.
−Señorita, ¿desea que le sirva un café con dos sobrecitos de azúcar? –dijo un elegante mesero con tono de simpática complicidad.
−No, hoy no; hoy sírvame dos vasos de agua por favor –dijo Ella con cierto tono de melancolía.
−Con gusto –respondió el mesero con un gesto compasivo, como si supiera de ante mano la pesadumbre que emitirían los suspiros de Elena durante su desvelo.
Elena, quién se había sentado en la mesa del fondo, desacomodó las servilletas de tela y comenzó a juguetear, inquietamente, con la celosía de la ventana de la izquierda.
Minutos más tarde, y como si hubiera sido una casualidad, Adolfo entró por el pasillo, se dirigió al fondo y se sentó a la mesa sin volver a ver detenidamente a Elena.
Adolfo era un joven alto, de mirada profunda y un caminar un poco campante. Saludó con una expresión exagerada a los hombres detrás de la barra, tomó un delicado sorbo de agua y finalmente levantó la mirada.
−Hola –saludó Elena con imperatividad, como si se tratara más de un regaño que de un saludo.
−Hola –contestó Adolfo pasivamente, como si estuviera haciendo un favor.
No hubo demasiadas palabras, la noche cayó y ambos vasos de agua continuaron intactos.
Adolfo, con un gesto insinuante, dirigió a Elena hacia su vehículo y rápidamente ambos partieron.
Esa noche no se escuchó el sonido de los pasos asincopados de Elena en la acera frente a su casa.
A la mañana siguiente, tanto Elena como Adolfo regresaron a su cotidianeidad; Adolfo vistió unos viejos pantalones percudidos, una camiseta negra y unos zapatos de tela. Elena por lo contrario, buscó un vestido elegante, recogió su cabello y se pintó los labios.
Ambos llegaron tarde a su trabajo, y en la recepción se escuchó una débil voz…
−Hola, ¿todo en orden?
jueves, 3 de febrero de 2011
capítulo 1
I
Comienza el otoño, los árboles dejan caer sus hojas ya amarillas como si el viento hubiera dejado pasar por ellas el tiempo sin detenerse. Se escucha un fuerte ruido, proveniente de un largo furgón insatisfecho con la torpeza de un particular conductor, quién maneja un convertible último modelo color gris.
A la izquierda el parque, a la derecha la acera; todo gira en torno a la cotidianeidad de la cuidad, sin embargo, existe un toque de melancolía sobre esta calle. Pareciera que todos dejaran de lado por un momento sus inquietudes mundanas, y se adentraran en un mundo, que según la gente piensa es desconocido, pero que es tan común como esos suspiros desabridos de amores pasados.
El sol baja cada vez más como siendo cómplice de los minutos en la pared, y se acerca la hora de emprender el viaje; el tren suena su bocina creando una desafinada melodía que se entrelaza con la percusión de un galope y la base rítmica del motor de un auto a velocidad constante.
Entre tanto alboroto se escucha de repente algo más penetrante; la voz de un pensamiento que emite gritos advirtiendo no involucrarse; la cabeza que dicta un gesto de negación y los ojos que dejan desprender una lágrima. En ese mismo instante unos zapatos desgastados y brazos indiferentes bailan al compás acelerado del corazón.
No existe rumbo premeditado, pero se espera de ante mano que al cruzar a la derecha todo acabe, y se convierta no más que en otro recuerdo borroso sin ninguna esperanza de quedar plasmado para la posteridad.
−Disculpe− dice una áspera voz proveniente de un caminante que ve interrumpido su paso al chocar de frente; causando así, que toda la obra de una realidad fantasiosa se vea paralizada y se resquebraje rápidamente; para volver a percibir con la razón, y no con los sentidos, lo que ocurría alrededor.
−Tranquilo− dijo ella mecánicamente.
Comienza el otoño, los árboles dejan caer sus hojas ya amarillas como si el viento hubiera dejado pasar por ellas el tiempo sin detenerse. Se escucha un fuerte ruido, proveniente de un largo furgón insatisfecho con la torpeza de un particular conductor, quién maneja un convertible último modelo color gris.
A la izquierda el parque, a la derecha la acera; todo gira en torno a la cotidianeidad de la cuidad, sin embargo, existe un toque de melancolía sobre esta calle. Pareciera que todos dejaran de lado por un momento sus inquietudes mundanas, y se adentraran en un mundo, que según la gente piensa es desconocido, pero que es tan común como esos suspiros desabridos de amores pasados.
El sol baja cada vez más como siendo cómplice de los minutos en la pared, y se acerca la hora de emprender el viaje; el tren suena su bocina creando una desafinada melodía que se entrelaza con la percusión de un galope y la base rítmica del motor de un auto a velocidad constante.
Entre tanto alboroto se escucha de repente algo más penetrante; la voz de un pensamiento que emite gritos advirtiendo no involucrarse; la cabeza que dicta un gesto de negación y los ojos que dejan desprender una lágrima. En ese mismo instante unos zapatos desgastados y brazos indiferentes bailan al compás acelerado del corazón.
No existe rumbo premeditado, pero se espera de ante mano que al cruzar a la derecha todo acabe, y se convierta no más que en otro recuerdo borroso sin ninguna esperanza de quedar plasmado para la posteridad.
−Disculpe− dice una áspera voz proveniente de un caminante que ve interrumpido su paso al chocar de frente; causando así, que toda la obra de una realidad fantasiosa se vea paralizada y se resquebraje rápidamente; para volver a percibir con la razón, y no con los sentidos, lo que ocurría alrededor.
−Tranquilo− dijo ella mecánicamente.
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