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jueves, 10 de marzo de 2011

Dos vasos de agua



−Hola, ¿todo en orden? Mirada fija por un segundo que se pierde en la comisura de una sonrisa.
−Todo bien. Pequeño gesto de incomodidad seguido de un paso acelerado.
La tarde caía tan pasivamente como el pulso pausado y casi imperceptible de Elena. Elena, quién era una muchacha de facciones finas, estatura media, y gran tendencia a la moda parisina; caminaba con la mirada baja hacia el antiguo café de la esquina, donde solía pasar horas entreteniéndose con el simple hecho de ver pasar a las personas, todas envueltas en abrigos y bufandas con intención de contrarrestar el frío típico de finales de noviembre, caminando indiferentemente sin detenerse a observar más allá de los siguientes tres metros de su camino.
Los tenues rayos de luz se reflejaban en el amplio ventanal, y afuera se observaba el descontrolado ajetreo de la cuidad.
−Señorita, ¿desea que le sirva un café con dos sobrecitos de azúcar? –dijo un elegante mesero con tono de simpática complicidad.
−No, hoy no; hoy sírvame dos vasos de agua por favor –dijo Ella con cierto tono de melancolía.
−Con gusto –respondió el mesero con un gesto compasivo, como si supiera de ante mano la pesadumbre que emitirían los suspiros de Elena durante su desvelo.
Elena, quién se había sentado en la mesa del fondo, desacomodó las servilletas de tela y comenzó a juguetear, inquietamente, con la celosía de la ventana de la izquierda.
Minutos más tarde, y como si hubiera sido una casualidad, Adolfo entró por el pasillo, se dirigió al fondo y se sentó a la mesa sin volver a ver detenidamente a Elena.
Adolfo era un joven alto, de mirada profunda y un caminar un poco campante. Saludó con una expresión exagerada a los hombres detrás de la barra, tomó un delicado sorbo de agua y finalmente levantó la mirada.
−Hola –saludó Elena con imperatividad, como si se tratara más de un regaño que de un saludo.
−Hola –contestó Adolfo pasivamente, como si estuviera haciendo un favor.
No hubo demasiadas palabras, la noche cayó y ambos vasos de agua continuaron intactos.
Adolfo, con un gesto insinuante, dirigió a Elena hacia su vehículo y rápidamente ambos partieron.
Esa noche no se escuchó el sonido de los pasos asincopados de Elena en la acera frente a su casa.
A la mañana siguiente, tanto Elena como Adolfo regresaron a su cotidianeidad; Adolfo vistió unos viejos pantalones percudidos, una camiseta negra y unos zapatos de tela. Elena por lo contrario, buscó un vestido elegante, recogió su cabello y se pintó los labios.
Ambos llegaron tarde a su trabajo, y en la recepción se escuchó una débil voz…
−Hola, ¿todo en orden?

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